la arqueología
lunes, 19 de noviembre de 2018
Arqueologia Colombiana
Hace ya algunos años, Gnecco apuntaba que “para todo propósito práctico, la
historia de la arqueología (y de la antropología en general) comienza en Colombia
con la invasión alemana de Francia” (1995b, 10). Ironizaba sobre los orígenes
de una “arqueología colombiana”, enfatizando un acontecimiento histórico que
había llevado al francés Paul Rivet, fundador del Instituto Etnológico Nacional,
a refugiarse de los nazis en Colombia. Este tono irónico era posible dada la existencia
previa de dos visiones del devenir de la arqueología, que podrían considerarse
como pertenecientes a dos regímenes históricos y espaciales diferentes:
una centrada en el reconocimiento de una tradición local que hundía sus raíces
en el siglo XIX y otra que concedía a determinados investigadores extranjeros
el haber fungido como pioneros de la arqueología en un país en el cual dicha
práctica era inexistente o precaria. Se trata de apreciaciones ligadas a distintas
maneras de valorar la demarcación entre ciencia y no-ciencia en su relación con
la diferencia entre lo local y lo internacional.
La imagen de una “arqueología colombiana” comienza a ser edificada ya
desde finales del siglo XIX por algunos anticuarios locales como Restrepo, quien
indicaba: “Nosotros solo pretendemos poner una piedra más al monumento de
arqueología nacional que principiaron a levantar el padre Duquesne con sus estudios
sobre numeración y medida del tiempo entre los chibchas y el doctor Zerda
con su muy interesante publicación de El Dorado” (1892, vi, énfasis añadido).
Tres décadas más tarde, este “monumento” contaría ya con sólidos cimientos,
a juzgar por lo que anotaba Posada (1923) en su texto Arqueología colombiana:
este no era un campo nuevo en el país, sino que tenía claros antecedentes en los
trabajos efectuados por los anticuarios y coleccionistas neogranadinos del siglo XIX, labor continuada durante las dos primeras décadas del siglo XX, con activa
participación de la Academia Colombiana de Historia.
Ya para mediados del siglo XX, Duque ofrecía una historia de la arqueología
colombiana que consideraba a los anticuarios locales como “los verdaderos
precursores de la investigación científica” (1955, 27; 1965, 83). Entre ellos se destacaban
Domingo Duquesne, Joaquín Acosta, Ezequiel Uricoechea, Liborio Zerda,
Andrés Posada, Manuel Uribe, Vicente Restrepo, Ernesto Restrepo, Jorge Isaacs,
Carlos Cuervo, Miguel Triana y Gerardo Arrubla. Acompañaba esta consagración
de los pioneros colombianos un recuento pormenorizado de las actuaciones
del Estado en pro de la protección y exhibición de los monumentos arqueológicos
mediante la expedición de normas y la creación de museos y parques, así como el
establecimiento de instituciones para la formación profesional y el fomento de la
investigación. Narraciones semejantes se elaboraron hasta finales del siglo XX.
Burcher (1985) no solo destacó la figura de los anticuarios en su trabajo sobre las
“raíces de la arqueología en Colombia”, sino que incluyó a los cronistas españoles
y criollos de los siglos XVI al XVIII. Por su parte, Londoño (1989) se enfocó en las
colecciones conformadas por los “precursores de la arqueología colombiana”, en
un texto conmemorativo de los cincuenta años del Museo del Oro de Bogotá.
Esta forma de historización no rechazaba de plano los aportes efectuados
por extranjeros, como tampoco la necesidad de interactuar con científicos de
otros países. Pero con su tono nacional, fundacional y acumulativo, contribuyó a
la edificación y legitimación de una imagen de la arqueología como un campo de
saber esencialmente ligado a prohombres con sentido patriótico y a la creación
de unas instituciones estatales: la Academia Colombiana de Historia, el Museo
Nacional, el Servicio Arqueológico Nacional, el Instituto Etnológico Nacional, el
Instituto Colombiano de Antropología, el Museo del Oro del Banco de la República,
la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales y los departamentos de
antropología de varias universidades del país, casi todas ellas de carácter públ
Carlo Emilio Piazzini Suárez Más radical, Schottelius señalaba que la investigación arqueológica científica,
con aplicación de métodos estratigráficos, era “en extremo deficiente” en el
país. Para él, “sin excavaciones sistemáticas no se hace verdadera arqueología”
(1946, 211), lo que solamente habrían logrado un puñado de investigadores extranjeros
como Gustav Bolinder, José Pérez de Barradas, Georg Bürg y él mismo,
mientras que en el listado solo aparece un colombiano: Gregorio Hernández de
Alba, cuyas destrezas arqueológicas, por cierto, habían sido adquiridas en el extranjero.
Algo semejante indicaba Bennett, para quien “no es posible ofrecer una
visión total, descriptiva o cronológica del panorama arqueológico colombiano,
hasta tanto no se hayan desarrollado muchas más excavaciones científicamente
controladas” (1944, 17). De lo efectuado hasta ese momento, concedía crédito científico
a los trabajos de Alden Mason, Gregory Mason, Victor Oppenheim, Theodor
Preuss, José Pérez de Barradas, Walde-Waldegg, Georg Burg, Irving Goldman,
Henry Wassen, Gustav Bolinder, Justus Schottelius y Gregorio Hernández de
Alba. Curiosamente, incluía también a Luis Arango Cano (1924), un guaquero
letrado a quien se le concedía haber “intentado ofrecer descripciones profesionales”
(Bennett 1944, 18).
Tres décadas después, Reichel-Dolmatoff señalaba que “desafortunadamente
se carece aún de investigaciones sistemáticas en extensas zonas del país,
y sobre muchos periodos y etapas culturales no se dispone sino de escasísimos
datos” ([1979] 1984, 34). Y aunque reconocía abiertamente el aporte efectuado
por los anticuarios locales, no dudaba en afirmar que se trataba entonces de “especulaciones”.
Fijaba el inicio de las investigaciones “sistemáticas” en 1913, con
los trabajos de Theodor Preuss en San Agustín, y percibía un cambio fundamental
en los años cuarenta al efectuarse “la introducción a la arqueología de una
visión esencialmente antropológica (y no estética selectiva, y mucho menos aún
chauvinista)” (Reichel-Dolmatoff [1986] 1997, 4).
Estas apreciaciones escépticas de la existencia de una tradición local de
estudios arqueológicos eran planteadas a la luz de una concepción moderna,
sistemática y científica de la arqueología, cuyo progreso dependía fundamentalmente
de la obtención de más datos y mejores modelos metodológicos y explicativos,
lo que hacía prácticamente imposible o cuando menos superfluo hablar
de una “arqueología colombiana”. Al compararse con los avances efectuados en
los centros paradigmáticos de la ciencia arqueológica establecidos en Europa y
Norteamérica, lo hecho en el país resultaba precario y atrasado.
Con similares argumentos, desde finales de la década de 1980 se comenzó
a construir la imagen depreciada de lo que habría sido hasta entonces una “arqueología
tradicional” colombiana, de corte descriptivo y poco interesada por la
Historiografía de la arqueología en Colombia. Así, por ejemplo, Llanos (1987) la calificaba de empirista e inductiva y proponía
la necesidad de adoptar modelos hipotético-deductivos y un concepto sistémico
de cultura. Y Cárdenas se quejaba de una “curiosa mezcla de inductivismo
arqueológico con deductivismo etnohistórico”, que debía cancelarse en favor de
soluciones semejantes a las anotadas por Llanos (Cárdenas 1987, 159). Coincidían
estos autores, tanto en el diagnóstico del problema como en su solución, con lo
establecido por teóricos de la “nueva arqueología” desde la década de 1960 en su
crítica a la arqueología tradicional anglosajona (Binford 1962; Watson, LeBlanc y
Redman 1974).
En la siguiente década, a la imagen de una “arqueología tradicional” se sumaron
otros rasgos que completaban el cuadro de argumentos críticos ya ofrecidos
por la nueva arqueología: había sido una disciplina regida por un modelo
histórico-cultural y el empleo de un concepto normativo de cultura, en la cual
había predominado la investigación de sitios aislados y el afán por compilar y
describir datos; una arqueología con desinterés por la teoría y desconfianza en
su capacidad interpretativa, cuya explicación de las continuidades y discontinuidades
espacio temporales del registro arqueológico se limitaba a la ocurrencia
de migraciones, difusiones y catástrofes (Gnecco 1995b; Jaramillo y Oyuela 1994;
Langebaek 1996; Mora, Flórez y Patiño 1997).
Estas críticas indicaban apenas algunas situaciones específicas del caso colombiano,
que en todo caso venían a ser deficiencias. Por ejemplo, que a diferencia
de la arqueología histórico-cultural norteamericana, la reconstrucción de los
modos de vida de las culturas arqueológicas habría sido un ejercicio emprendido
tardíamente (Langebaek 1996, 16). También, que el tratamiento de las tipologías
había enfatizado un ordenamiento espacial de las “culturas”, por lo que había
quedado en segundo plano su ordenamiento cronológico (Mora, Flórez y Patiño
1997, 14). Finalmente, que la sistematización espaciotemporal de los datos no habría
alcanzado los niveles de países vecinos, lo que implicaría una doble labor en
el futuro: el establecimiento de secuencias cronológicas regionales y su interpretación
en términos procesuales (Gnecco 1995a, 13, 17).
Como se ha apuntado en otra parte (Piazzini 2003b, 307), en estos términos
la historia de la arqueología en Colombia se ofrecía como el desarrollo mimético e
imperfecto de lo ya alcanzado en otras latitudes, y su singularidad estaba referida
al carácter de un proyecto inconcluso y atrasado: falta de cumplimiento cabal de
los objetivos de la agenda histórico-cultural y mora en la introducción de teorías y
métodos asimilables a la arqueología procesual norteamericana. De tal forma, la
arqueología local no solo estaba destinada a cumplir con programas de investigación
formulados en la primera mitad del siglo XX, sino que también debía seguir
Carlo Emilio Piazzini Suárez, los procesos de sustitución de paradigmas efectuados en la arqueología anglosajona
durante los últimos cuarenta años, y además emplear argumentos críticos
semejantes.
Como puede verse, los creadores de la imagen execrable de una “arqueología
tradicional” colombiana compartían varios elementos críticos con aquellos
que, en su momento, habían puesto en duda la existencia de una “arqueología
colombiana”. No obstante, en algunos casos la novedad consistía en sumar una
crítica política (Gnecco 1995b). Cabe anotar que, ya en años anteriores, enfoques
afines a una sociología y una historia social de la ciencia habían comenzado a
alimentar la historización de la antropología en Colombia (por ejemplo Arocha y
Friedemann 1984a; Uribe 1980a, 282, 1980b, 22), y que en ocasiones la subdisciplina
arqueológica era criticada por ser un ejercicio meramente académico alejado
de la realidad, enfocado en un pasado remoto y pretendidamente neutral frente la
realidad de los procesos políticos y sociales contemporáneos (Uribe 1980a, 303)5.
El tono crítico de lo que se vendría a denominar una “historia social” de
la arqueología en Colombia está presente en una parte importante de la literatura
producida en las dos últimas décadas, pero cabe anotar que no se trata de
una tendencia dominante. Coexisten en tensión imágenes parcial o totalmente
disonantes con la idea de la ciencia como una práctica determinada por factores
económicos, políticos y culturales, incluyendo aquellas que mantienen una postura
convencional del devenir de la arqueología como una empresa científica
cuyo progreso depende en lo fundamental de aspectos teórico-metodológicos y
de la producción de nuevos datos. Sintomático de esta tensión resulta lo anotado
por Herrera, quien a principios del siglo XXI lamentaba que, en medio del
conflicto interno y la consecuente inseguridad que representaba hacer trabajo
de campo en el país, muchos de los que se venían desempeñando en la arqueología
hubiesen tenido que irse, otros fueran absorbidos por labores burocráticas,
mientras que otros habían dirigido sus “raquíticas energías a críticas bastante
estériles sobre lo que se ha logrado desde la década de 1950” (2001, 368).
En todo caso, hasta finales del siglo XX el Estado nacional seguía siendo
la entidad espacial de referencia en la estructuración de las narrativas sobre la
5 Dado el esquema de formación profesional implementado en Colombia (Rivet 1943), en
varios ejercicios sobre historia de la antropología se ha incluido a la arqueología como una
subdisciplina (Arocha y Friedemann 1984b; Correa 2006; Duque 1971; H. García 2008, 2010;
Langebaek 2000; Pineda Camacho 2004; Pineda Giraldo 2000; Uribe 2005). Predomina en
ellos el tratamiento de aspectos institucionales y de la formación profesional correspondientes
al periodo 1940-1980, y lo acontecido en años posteriores es poco tratado (véase el
dossier de la Revista Colombiana de Antropología 43, 2007). Es posible que ello se relacione con
la diferencia entre antropología social y arqueología que en las últimas décadas se observa
en los programas académicos, sintomática de la crisis del modelo inicial de una “antropología
total”.
Historiografía de la arqueología en Colombia de antropología
historia de la arqueología, tanto para validar el camino recorrido como para criticarlo.
Aparte de la figura pintoresca de viajeros e investigadores extranjeros, de
colecciones colombianas afuera del país y de la sombra proyectada localmente por
la deferencia hacia modelos de la arqueología europea y norteamericana, no se
desarrollaron análisis comparados con otras trayectorias de la arqueología y no
se examinaron críticamente las importaciones, apropiaciones o resignificaciones
teóricas y metodológicas provenientes de los centros académicos metropolitanos.
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Muy interesante y educativo con bastante información respecto al tema de la arqueología.
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