la arqueología

lunes, 19 de noviembre de 2018

Arqueologia Colombiana

Hace ya algunos años, Gnecco apuntaba que “para todo propósito práctico, la historia de la arqueología (y de la antropología en general) comienza en Colombia con la invasión alemana de Francia” (1995b, 10). Ironizaba sobre los orígenes de una “arqueología colombiana”, enfatizando un acontecimiento histórico que había llevado al francés Paul Rivet, fundador del Instituto Etnológico Nacional, a refugiarse de los nazis en Colombia. Este tono irónico era posible dada la existencia previa de dos visiones del devenir de la arqueología, que podrían considerarse como pertenecientes a dos regímenes históricos y espaciales diferentes: una centrada en el reconocimiento de una tradición local que hundía sus raíces en el siglo XIX y otra que concedía a determinados investigadores extranjeros el haber fungido como pioneros de la arqueología en un país en el cual dicha práctica era inexistente o precaria. Se trata de apreciaciones ligadas a distintas maneras de valorar la demarcación entre ciencia y no-ciencia en su relación con la diferencia entre lo local y lo internacional. La imagen de una “arqueología colombiana” comienza a ser edificada ya desde finales del siglo XIX por algunos anticuarios locales como Restrepo, quien indicaba: “Nosotros solo pretendemos poner una piedra más al monumento de arqueología nacional que principiaron a levantar el padre Duquesne con sus estudios sobre numeración y medida del tiempo entre los chibchas y el doctor Zerda con su muy interesante publicación de El Dorado” (1892, vi, énfasis añadido). Tres décadas más tarde, este “monumento” contaría ya con sólidos cimientos, a juzgar por lo que anotaba Posada (1923) en su texto Arqueología colombiana: este no era un campo nuevo en el país, sino que tenía claros antecedentes en los trabajos efectuados por los anticuarios y coleccionistas neogranadinos del siglo XIX, labor continuada durante las dos primeras décadas del siglo XX, con activa participación de la Academia Colombiana de Historia. Ya para mediados del siglo XX, Duque ofrecía una historia de la arqueología colombiana que consideraba a los anticuarios locales como “los verdaderos precursores de la investigación científica” (1955, 27; 1965, 83). Entre ellos se destacaban Domingo Duquesne, Joaquín Acosta, Ezequiel Uricoechea, Liborio Zerda, Andrés Posada, Manuel Uribe, Vicente Restrepo, Ernesto Restrepo, Jorge Isaacs, Carlos Cuervo, Miguel Triana y Gerardo Arrubla. Acompañaba esta consagración de los pioneros colombianos un recuento pormenorizado de las actuaciones del Estado en pro de la protección y exhibición de los monumentos arqueológicos mediante la expedición de normas y la creación de museos y parques, así como el establecimiento de instituciones para la formación profesional y el fomento de la investigación. Narraciones semejantes se elaboraron hasta finales del siglo XX. Burcher (1985) no solo destacó la figura de los anticuarios en su trabajo sobre las “raíces de la arqueología en Colombia”, sino que incluyó a los cronistas españoles y criollos de los siglos XVI al XVIII. Por su parte, Londoño (1989) se enfocó en las colecciones conformadas por los “precursores de la arqueología colombiana”, en un texto conmemorativo de los cincuenta años del Museo del Oro de Bogotá. Esta forma de historización no rechazaba de plano los aportes efectuados por extranjeros, como tampoco la necesidad de interactuar con científicos de otros países. Pero con su tono nacional, fundacional y acumulativo, contribuyó a la edificación y legitimación de una imagen de la arqueología como un campo de saber esencialmente ligado a prohombres con sentido patriótico y a la creación de unas instituciones estatales: la Academia Colombiana de Historia, el Museo Nacional, el Servicio Arqueológico Nacional, el Instituto Etnológico Nacional, el Instituto Colombiano de Antropología, el Museo del Oro del Banco de la República, la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales y los departamentos de antropología de varias universidades del país, casi todas ellas de carácter públ Carlo Emilio Piazzini Suárez Más radical, Schottelius señalaba que la investigación arqueológica científica, con aplicación de métodos estratigráficos, era “en extremo deficiente” en el país. Para él, “sin excavaciones sistemáticas no se hace verdadera arqueología” (1946, 211), lo que solamente habrían logrado un puñado de investigadores extranjeros como Gustav Bolinder, José Pérez de Barradas, Georg Bürg y él mismo, mientras que en el listado solo aparece un colombiano: Gregorio Hernández de Alba, cuyas destrezas arqueológicas, por cierto, habían sido adquiridas en el extranjero. Algo semejante indicaba Bennett, para quien “no es posible ofrecer una visión total, descriptiva o cronológica del panorama arqueológico colombiano, hasta tanto no se hayan desarrollado muchas más excavaciones científicamente controladas” (1944, 17). De lo efectuado hasta ese momento, concedía crédito científico a los trabajos de Alden Mason, Gregory Mason, Victor Oppenheim, Theodor Preuss, José Pérez de Barradas, Walde-Waldegg, Georg Burg, Irving Goldman, Henry Wassen, Gustav Bolinder, Justus Schottelius y Gregorio Hernández de Alba. Curiosamente, incluía también a Luis Arango Cano (1924), un guaquero letrado a quien se le concedía haber “intentado ofrecer descripciones profesionales” (Bennett 1944, 18). Tres décadas después, Reichel-Dolmatoff señalaba que “desafortunadamente se carece aún de investigaciones sistemáticas en extensas zonas del país, y sobre muchos periodos y etapas culturales no se dispone sino de escasísimos datos” ([1979] 1984, 34). Y aunque reconocía abiertamente el aporte efectuado por los anticuarios locales, no dudaba en afirmar que se trataba entonces de “especulaciones”. Fijaba el inicio de las investigaciones “sistemáticas” en 1913, con los trabajos de Theodor Preuss en San Agustín, y percibía un cambio fundamental en los años cuarenta al efectuarse “la introducción a la arqueología de una visión esencialmente antropológica (y no estética selectiva, y mucho menos aún chauvinista)” (Reichel-Dolmatoff [1986] 1997, 4). Estas apreciaciones escépticas de la existencia de una tradición local de estudios arqueológicos eran planteadas a la luz de una concepción moderna, sistemática y científica de la arqueología, cuyo progreso dependía fundamentalmente de la obtención de más datos y mejores modelos metodológicos y explicativos, lo que hacía prácticamente imposible o cuando menos superfluo hablar de una “arqueología colombiana”. Al compararse con los avances efectuados en los centros paradigmáticos de la ciencia arqueológica establecidos en Europa y Norteamérica, lo hecho en el país resultaba precario y atrasado. Con similares argumentos, desde finales de la década de 1980 se comenzó a construir la imagen depreciada de lo que habría sido hasta entonces una “arqueología tradicional” colombiana, de corte descriptivo y poco interesada por la Historiografía de la arqueología en Colombia. Así, por ejemplo, Llanos (1987) la calificaba de empirista e inductiva y proponía la necesidad de adoptar modelos hipotético-deductivos y un concepto sistémico de cultura. Y Cárdenas se quejaba de una “curiosa mezcla de inductivismo arqueológico con deductivismo etnohistórico”, que debía cancelarse en favor de soluciones semejantes a las anotadas por Llanos (Cárdenas 1987, 159). Coincidían estos autores, tanto en el diagnóstico del problema como en su solución, con lo establecido por teóricos de la “nueva arqueología” desde la década de 1960 en su crítica a la arqueología tradicional anglosajona (Binford 1962; Watson, LeBlanc y Redman 1974). En la siguiente década, a la imagen de una “arqueología tradicional” se sumaron otros rasgos que completaban el cuadro de argumentos críticos ya ofrecidos por la nueva arqueología: había sido una disciplina regida por un modelo histórico-cultural y el empleo de un concepto normativo de cultura, en la cual había predominado la investigación de sitios aislados y el afán por compilar y describir datos; una arqueología con desinterés por la teoría y desconfianza en su capacidad interpretativa, cuya explicación de las continuidades y discontinuidades espacio temporales del registro arqueológico se limitaba a la ocurrencia de migraciones, difusiones y catástrofes (Gnecco 1995b; Jaramillo y Oyuela 1994; Langebaek 1996; Mora, Flórez y Patiño 1997). Estas críticas indicaban apenas algunas situaciones específicas del caso colombiano, que en todo caso venían a ser deficiencias. Por ejemplo, que a diferencia de la arqueología histórico-cultural norteamericana, la reconstrucción de los modos de vida de las culturas arqueológicas habría sido un ejercicio emprendido tardíamente (Langebaek 1996, 16). También, que el tratamiento de las tipologías había enfatizado un ordenamiento espacial de las “culturas”, por lo que había quedado en segundo plano su ordenamiento cronológico (Mora, Flórez y Patiño 1997, 14). Finalmente, que la sistematización espaciotemporal de los datos no habría alcanzado los niveles de países vecinos, lo que implicaría una doble labor en el futuro: el establecimiento de secuencias cronológicas regionales y su interpretación en términos procesuales (Gnecco 1995a, 13, 17). Como se ha apuntado en otra parte (Piazzini 2003b, 307), en estos términos la historia de la arqueología en Colombia se ofrecía como el desarrollo mimético e imperfecto de lo ya alcanzado en otras latitudes, y su singularidad estaba referida al carácter de un proyecto inconcluso y atrasado: falta de cumplimiento cabal de los objetivos de la agenda histórico-cultural y mora en la introducción de teorías y métodos asimilables a la arqueología procesual norteamericana. De tal forma, la arqueología local no solo estaba destinada a cumplir con programas de investigación formulados en la primera mitad del siglo XX, sino que también debía seguir Carlo Emilio Piazzini Suárez, los procesos de sustitución de paradigmas efectuados en la arqueología anglosajona durante los últimos cuarenta años, y además emplear argumentos críticos semejantes. Como puede verse, los creadores de la imagen execrable de una “arqueología tradicional” colombiana compartían varios elementos críticos con aquellos que, en su momento, habían puesto en duda la existencia de una “arqueología colombiana”. No obstante, en algunos casos la novedad consistía en sumar una crítica política (Gnecco 1995b). Cabe anotar que, ya en años anteriores, enfoques afines a una sociología y una historia social de la ciencia habían comenzado a alimentar la historización de la antropología en Colombia (por ejemplo Arocha y Friedemann 1984a; Uribe 1980a, 282, 1980b, 22), y que en ocasiones la subdisciplina arqueológica era criticada por ser un ejercicio meramente académico alejado de la realidad, enfocado en un pasado remoto y pretendidamente neutral frente la realidad de los procesos políticos y sociales contemporáneos (Uribe 1980a, 303)5. El tono crítico de lo que se vendría a denominar una “historia social” de la arqueología en Colombia está presente en una parte importante de la literatura producida en las dos últimas décadas, pero cabe anotar que no se trata de una tendencia dominante. Coexisten en tensión imágenes parcial o totalmente disonantes con la idea de la ciencia como una práctica determinada por factores económicos, políticos y culturales, incluyendo aquellas que mantienen una postura convencional del devenir de la arqueología como una empresa científica cuyo progreso depende en lo fundamental de aspectos teórico-metodológicos y de la producción de nuevos datos. Sintomático de esta tensión resulta lo anotado por Herrera, quien a principios del siglo XXI lamentaba que, en medio del conflicto interno y la consecuente inseguridad que representaba hacer trabajo de campo en el país, muchos de los que se venían desempeñando en la arqueología hubiesen tenido que irse, otros fueran absorbidos por labores burocráticas, mientras que otros habían dirigido sus “raquíticas energías a críticas bastante estériles sobre lo que se ha logrado desde la década de 1950” (2001, 368). En todo caso, hasta finales del siglo XX el Estado nacional seguía siendo la entidad espacial de referencia en la estructuración de las narrativas sobre la 5 Dado el esquema de formación profesional implementado en Colombia (Rivet 1943), en varios ejercicios sobre historia de la antropología se ha incluido a la arqueología como una subdisciplina (Arocha y Friedemann 1984b; Correa 2006; Duque 1971; H. García 2008, 2010; Langebaek 2000; Pineda Camacho 2004; Pineda Giraldo 2000; Uribe 2005). Predomina en ellos el tratamiento de aspectos institucionales y de la formación profesional correspondientes al periodo 1940-1980, y lo acontecido en años posteriores es poco tratado (véase el dossier de la Revista Colombiana de Antropología 43, 2007). Es posible que ello se relacione con la diferencia entre antropología social y arqueología que en las últimas décadas se observa en los programas académicos, sintomática de la crisis del modelo inicial de una “antropología total”. Historiografía de la arqueología en Colombia de antropología historia de la arqueología, tanto para validar el camino recorrido como para criticarlo. Aparte de la figura pintoresca de viajeros e investigadores extranjeros, de colecciones colombianas afuera del país y de la sombra proyectada localmente por la deferencia hacia modelos de la arqueología europea y norteamericana, no se desarrollaron análisis comparados con otras trayectorias de la arqueología y no se examinaron críticamente las importaciones, apropiaciones o resignificaciones teóricas y metodológicas provenientes de los centros académicos metropolitanos. 

Arqueología en España

El interés por el conocimiento e interpretación del pasado, fundamentalmente las grandes civilizaciones clásicas, Grecia y Roma, se produce, a partir del siglo XVI, como consecuencia de los ideales del Renacimiento europeo. Entre los siglos XVI y XVII se asiste en España a un interés creciente por el estudio de los restos del pasado, que se traduce en un desarrollo del coleccionismo y estudio de determinados vestigios de la Antigüedad.
Sin embargo, el punto de arranque de la arqueología en España hay que situarlo, al igual que sucede en el resto de Europa, en el siglo XVIII. En esta época se producirá la convergencia entre la tradición de Coleccionismo y Anticuarismo, como un método de conocimiento del pasado, y el impacto y renovación que para ésta va a suponer todo el proceso de renovación intelectual e ideológica protagonizado por la Ilustración. La arqueología en España va a estar definida por la existencia de dos focos que la potenciarán, la monarquía y las diferentes Academias y Sociedades que se van creando como consecuencia de los ideales ilustrados.
Para la monarquía la documentación de carácter arqueológico -fundamentalmente inscripciones, monedas, monumentos- constituyó una fuente importante a la hora de ampliar su prestigio, defender sus privilegios, en este caso frente a la Iglesia, y en definitiva de legitimarse, dado el carácter de nueva dinastía que definía a los Borbones, integrándose plenamente en la historia del país.
La creación en 1737 de la Real Academia de la Historia, que a partir de entonces controlará el estudio de las antigüedades, así como de otras Academias y de las Sociedades de Amigos del País, todos ellos proyectos de la época ilustrada con referentes en otros países europeos, supondrá un gran avance para el conocimiento del pasado considerado de capital importancia a la hora de construir la historia nacional. Se fomentan en este período las excavaciones en conjuntos notables -Mérida, Itálica, Segóbriga, Numancia, Sagunto...-, como una forma de recuperar monumentos y materiales, estatuas, inscripciones, monedas. Junto al interés por las antigüedades romanas, se desarrolla un interés creciente por las antigüedades árabes iniciándose el estudio de los monumentos de Córdoba y Granada.
El siglo XIX y sus ideales, marcados por la Revolución Francesa, el ascenso de la burguesía, y la consolidación de la Nación-Estado y del nacionalismo, producirán un cambio en la arqueología. El estudio de la antigüedad se enfocará a legitimar la existencia de las naciones, ampliando la base social de su análisis que pasa a interesarse por la investigación de un sujeto colectivo representante de la nación. Esta influencia de las ideales de la burguesía va a ser determinante en la estructura de la arqueología española del siglo XIX, ya que producirá su progresiva profesionalización. Ésta se llevará a cabo a través de la reforma de la Real Academia de la Historia, así como por la creación de la Escuela Superior de Diplomática en 1856, destinada a formar al Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, y de una serie de museos entre los que destaca el Museo Arqueológico Nacional creado en 1868. Esta profesionalización tendrá como consecuencia la aparición del citado cuerpo de funcionarios cuya competencia será la recuperación y salvaguarda del patrimonio de la nación. Como consecuencia de la necesidad de aplicar el marco legal de protección de las antigüedades, cuya primera norma legal data de principios de siglo, se crean en 1844 las Comisiones de Monumentos Históricos y Artísticos. En el período liberal se asistirá al nacimiento de numerosas asociaciones como la Sociedad Arqueológica en 1840, la Academia Española de Arqueología y Geografía en 1844, junto con otras entidades de carácter más interdisciplinar, que también jugarán un importante papel en la difusión del conocimiento del pasado, como es el caso del Ateneo de Madrid.
El concepto y definición de la arqueología en el siglo XIX, influido por la tradición anticuaria y artística procedente de la Ilustración, venía a designar "la ciencia que se ocupaba del conocimiento detallado de los monumentos y objetos antiguos". Por monumentos y objetos antiguos se entendía todos aquellos pertenecientes, fundamentalmente, a la cultura clásica, y a los pueblos relacionados directamente con ella, así como a la cultura medieval. A diferencia de lo que estaba sucediendo ya en esa época en la Europa septentrional, en España, al igual que en el resto de la Europa meridional, la Prehistoria queda excluida del campo de estudio del pasado histórico al considerarse los testimonios ofrecidos por ésta de escasa entidad artística. Por tanto, en este período el estudio de la prehistoria será competencia de investigadores procedentes del campo de las ciencias naturales, geología, biología, etnografía, no entrando a formar parte de la competencia de los historiadores hasta el siglo XX.
El siglo XX se inicia para la arqueología en España con un proceso de institucionalización universitaria. Se suprime la Escuela Superior de Diplomática en 1900 y se trasvasa a todo el profesorado y alumnado a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, donde se crea la cátedra de arqueología. Estos años, hasta la proclamación de la II República, van a ser de gran actividad para la consolidación de las actividades arqueológicas. Se crearán nuevas cátedras universitarias, la arqueología se alejará del campo de la historia del arte y la influencia de la metodología de investigación prehistórica contribuirá de forma importante en la renovación de la disciplina.
En este período se produce la regulación del marco legal con la Ley de Excavaciones y Antigüedades de 1911 y la creación, en 1912, de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades como organismo competente en materia de investigación y conservación del patrimonio arqueológico. Asimismo, y como consecuencia de los procesos de identificación nacional que se producen en diferentes territorios, se crearán instituciones destinadas a fomentar el estudio del pasado partiendo de la consideración de dichos territorios como naciones. En Cataluña, como consecuencia de la autonomía plasmada en la Mancomunidad, se crea en 1915 el Servei de Investigacions Arqueològiques del Institut de Estudis Catalans, que ampliará sus competencias con el establecimiento de la Generalitat durante la II República. La Escuela Catalana de Arqueología, fundada igualmente en esa época, tendrá una gran influencia en el desarrollo de la disciplina tanto en Cataluña como en el resto de España. Dentro de este proceso se crea la Eusko Ikaskuntza (Sociedad de Estudios Vascos) relacionada con la investigación arqueológica que se desarrollará en el País Vasco.
Será fundamental para el desarrollo de la arqueología la estancia en el extranjero de investigadores becados por la Junta de Ampliación de Estudios. Este organismo, trascendental en el avance científico español de ese período, creará en 1912 la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, donde se reunirán eruditos procedentes del campo de la arqueología y la prehistoria, con miembros de la Institución Libre de Enseñanza, y reconocidos investigadores extranjeros. La labor de estas dos instituciones sentará las bases del desarrollo científico y de la profesionalización de la arqueología española.
Durante la II República prosigue el proceso de profesionalización de la arqueología. En este período se promulgará en 1933 la Ley sobre Defensa, conservación y acrecentamiento del Patrimonio Histórico-Artístico Nacional, que supondrá un avance significativo en este terreno, sustituyendo la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades por la Sección de Excavaciones de la Junta Superior del Tesoro Artístico dependiente del Ministerio de Instrucción Pública. Esta ley establecerá el marco legal para la descentralización de la gestión del patrimonio, que en Cataluña posibilitará la promulgación de dos leyes en 1934 competentes en esta materia.
La imposición del régimen franquista tras la victoria en la guerra civil afectará de forma importante a la arqueología, tanto desde la perspectiva de la investigación como de la organización. La centralización administrativa impuesta por el nuevo régimen supondrá la desaparición de instituciones autonómicas y regionales que hasta ese momento habían asumido competencias en arqueología. Se creará la Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas, con una estructura de delegaciones provinciales y locales como organismo centralizador de esta actividad. En esta época la arqueología servirá al régimen proporcionándole argumentos que justifican, a través de su visión de la Historia nacional, su propia existencia. Se producirá un estancamiento teórico y una disminución de los contactos con el extranjero, quedando la arqueología española al margen de la renovación que comienza a efectuarse a partir de los años 60. Los únicos cambios se apreciarán a principios de la década de los 70 como consecuencia de la introducción de nuevas técnicas de datación y análisis, sin que el proceso de renovación teórica que se observa en otros ámbitos de la investigación histórica española afecte a la arqueología.
La llegada y consolidación de la democracia en España supondrá para la arqueología un período de reactivación, expansión y mayor presencia social. La transformación política provocará un cambio radical en la administración del patrimonio, con una estructura descentralizada competencia de las diferentes Comunidades Autónomas. La Constitución española de 1978 reconoce la competencia exclusiva del Estado en los aspectos referentes a la defensa del Patrimonio, así como la asunción de las competencias relativas a éste por parte de las Comunidades Autónomas.
Por tanto, en la actualidad, el Patrimonio Arqueológico en España es competencia de las diferentes Comunidades Autónomas que son las que regulan todo lo relativo a su investigación, protección, restauración y divulgación, a través de los diferentes organismos de gestión -departamentos de arqueología, museos, institutos de patrimonio, parques arqueológicos...- que han creado a tal efecto. La Administración Local también participa a través de otra serie de organismos propios -servicios arqueológicos y museos, municipales o provinciales -en los aspectos relativos a la investigación y tutela del patrimonio arqueológico.
La Administración Central tiene igualmente un papel en la investigación y conservación del patrimonio arqueológico, a pesar de no tener competencias directas sobre él, excepto en el caso del patrimonio arqueológico submarino, materializado a través de la colaboración de sus organismos competentes con las diferentes Comunidades Autónomas.
Junto al papel que juegan las diferentes administraciones en materia de competencias sobre el Patrimonio arqueológico, hay otra serie de instituciones y organismos directamente implicados en la investigación, conservación y divulgación de éste, como son las Universidades, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Fundaciones, etc.
De las Universidades procede una parte de los especialistas destinados a investigar y conservar el patrimonio arqueológico. Éstos están adscritos a los diferentes departamentos de Arqueología, Historia, Prehistoria, Paleontología, Antropología, y junto a ellos colaboran especialistas que, procedentes de otras áreas de especialización -geólogos, geógrafos, biólogos, químicos, antropólogos, arquitectos, restauradores, etc.-, reflejan el carácter interdisciplinar de la investigación arqueológica en la actualidad.
Un dato de especial relevancia en la configuración de la arqueología, a partir de la década de los 80, es el ejercicio de la profesión a cargo de arqueólogos organizados en empresas. Esta arqueología, asociada generalmente a los procesos de renovación y crecimiento urbano, o a la realización de grandes infraestructuras, ha posibilitado no sólo una inserción laboral de numerosos profesionales, sino la participación de éstos en el proceso de gestión del patrimonio.
En estos últimos años la expansión y desarrollo de la arqueología en España ha supuesto la apertura de ésta. Como consecuencia se asiste a una mayor presencia internacional, a través de la participación en proyectos con equipos de otros países, o en el debate sobre la renovación teórica de la disciplina. Asimismo, se ha iniciado un proceso de mayor integración dentro de la sociedad, acometiendo iniciativas, ya no sólo de investigación y conservación, sino de divulgación didáctica y puesta en valor del patrimonio, otorgándole una función en la vida colectiva.

Antropología arqueológica

Rama de la antropología que estudia, combinando los métodos y técnicas de esta ciencia con los de la arqueología, el comportamiento y el sistema sociocultural de los grupos humanos en el pasado.

Entre los antropólogos evolucionistas del siglo XIX estuvo firmemente arraigada la idea de que había una estrecha relación entre la etnología (rama de la antropología que debía estudiar la cultura de los pueblos "primitivos" contemporáneos), y la arqueología (ciencia que debía especializarse en el estudio de la cultura de los pueblos prehistóricos ya desaparecidos). Pero con el desarrollo de las nuevas escuelas antropológicas del siglo XX, la cuestión fue tornándose crecientemente polémica. Mientras que la escuela culturalista heredaba, con matices, la concepción evolucionista y seguía combinando los métodos y objetivos de ambas ciencias, otras corrientes, como la funcionalista británica, rechazaron de manera tajante los métodos arqueológicos e historicistas como operativos en el campo antropológico.

Sin embargo, a partir de las décadas de 1940 y 1950, se produjo en Estados Unidos un profundo replanteamiento de la cuestión, que llevó a Gordon R. Willey y a Philip Phillips a proclamar, a partir de 1953, que "la arqueología americana es antropología o no es nada". Años antes, en 1948, Walter W. Taylor, en A Study of Archaeology (Un estudio de arqueología), había abierto el camino a esta concepción, en la que profundizarían después un célebre artículo de Lewis R. Binford titulado Archaeology as Anthropology (La arqueología como antropología) publicado en 1962, y diversos estudios fundamentales de Watson, LeBlanc y Redman (1971), Paul S. Martin (1971), Gordon R. Willey y J. Sabloff (1974), entre otros.

En Europa, la situación se desarrolló por cauces muy diferentes. Tras intentos sumamente originales, pero conceptualmente débiles, de conciliar la antropología evolucionista con la arqueología y el pensamiento cristiano, como fue el impulsado por el francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), comenzaron a proliferar, en el dominio germano-austríaco (Menghin) y en el británico (Crawford, Piggot, Zeuner), profundas y muy desarrolladas teorías arqueológicas con objetivos mucho más pre-historicistas que antropológicos. Este tipo de concepciones generaron un profundo desarrollo técnico y una extraordinaria especialización (con sus ventajas y sus inconvenientes) de la ciencia arqueológica.

Una orientación sumamente original y renovadora, nacida también en Gran Bretaña, fue la del prehistoriador de origen australiano Vere Gordon Childe (1892-1957), cuyo ideario marxista condujo a la teoría de que tanto la arqueología como la antropología no eran otra cosa que historia. Sus teorías, expuestas en títulos como The Aryans (Los arios) (1926), The Danube in Prehistory (El Danubio durante la prehistoria) (1929), What happened in History (Lo que ha sucedido en la historia) (1942), Prehistoric Migrations in Europe (Migraciones prehistóricas en Europa) (1950), New light on the most ancient East(Nueva luz sobre el más antiguo Oriente) (1954) y The Dawn of American civilization (La aurora de la civilización europea) (1957), fueron extraordinariamente influyentes en sucesivas generaciones y escuelas de arqueólogos, y condicionaron el método y los objetivos de la llamada "nueva arqueología" o "arqueología social", que podría englobar teorías muy diferentes entre sí, como las neomarxistas de Bartra y Godelier, el materialismo cultural de Marvin Harris o la llamada "arqueología social latinoamericana", que se ha mostrado muy activa en la recuperación y estudio arqueológicos de las culturas tradicionales amerindias. Aunque la actitud hacia la antropología de escuelas tan heterogéneas no fue uniforme, la mayoría de ellas se caracterizaron por defender que la arqueología, más que a la órbita de la antropología, pertenecía a la órbita de la historia.

Las duras y sólidas críticas que K. Flannery y C. Morgan realizaron de la "nueva arqueología" o "arqueología social" tuvieron continuidad en las que estos mismos recibieron de investigadores posteriores, y dan idea de un panorama actual complejísimo en que afloran constantemente nuevas perspectivas y propuestas sustentadas no sólo por especialistas individuales, sino incluso por escuelas perfectamente articuladas. Hoy en día puede hablarse de una arqueología espacial, ambiental, ecológica, del paisaje, estructural, simbólica, contextual, feminista, fantástica, posmoderna, etc., así como de una arqueozoología, una arqueobotánica, una etnoarqueología, etc. No todas, pero sí muchas de estas sub-disciplinas, tienen una relación muy estrecha y evidente con la ciencia antropológica. La creciente complejización del concepto de "arqueología", paralela a la que también ha desarrollado el concepto de "antropología", hace que su relación constituya una cuestión, presente o latente, defendida o rechazada, de las más problemáticas pero también de las más enriquecedoras dentro del campo de ambas.

En España, la antropología (sobre todo la antropología física y la material) y la arqueología fueron disciplinas que estuvieron muy relacionadas desde sus mismos inicios hasta hoy en día. La nómina de los antropólogos y etnólogos que se han dedicado también a la investigación arqueológica en nuestro país es impresionante, y da idea de la íntima asociación metodológica y comunicación disciplinar que existe entre ambas ciencias: Antonio Machado y Núñez (1812-1896), Juan Vilanova y Piera (1821-1893), Gregorio Chil y Naranjo (1831-1901), Manuel Almagro de la Vega (1834-1895), Juan Bethencourt Alfonso (1847-1913), Víctor Grau-Bassas (1847-1918), Braulio Vigón (1849-1914), Francesc Camps i Mercadal (1852-1929), Domingo Sánchez Sánchez (1860-1947), Aurelio de Llano Roza de Ampudia (1868-1936), César Morán Bardón (1882-1951), José Miguel de Barandiarán (1889-1991), Juan Uría Ríu (1891-1979), José María Pérez de Barradas (1897-1981), Elías Serra Ráfols (1898-1972), Luis Pericot García (1899-1978), Fermín Bouza-Brey (1901-1973), Xosé Filgueira Valverde (1906-1995), Xaquín Lourenzo Fernández (1907-1989), Jesús Taboada Chivite (1907-1976), Manuel Ballesteros Gaibrois (1911), Julián San Valero (1913), Pedro Armillas García (1914-1984), Julio Caro Baroja (1914-1995), Pedro Carrasco Pizana (1921), August Panyella Gómez (1921), José Alcina Franch (1922), etc. Además, también han realizado investigaciones en nuestro país especialistas extranjeros célebres por su interdisciplinariedad en los campos de la antropología y la arqueología. Entre ellos figuraron René Verneau (1852-1938), Hugo Obermaier (1877-1946) y Eugeniusz Frankowski (1884-1962).

Arqueología en el arte

Todos echamos la vista atrás en algún momento, ya sea por curiosidad, admiración, nostalgia… Esta reminiscencia por la antigüedad y sus restos materiales ganaron gran interés a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, durante el denominado Romanticismo, movimiento cultural que se desarrolló en Europa como contraposición y complemento al Neoclasicismo.
Mientras que el segundo aspiraba a restaurar el gusto por las normas del clasicismo grecorromano y la pintura académica, el primero tenía carácter peyorativo por exaltar al individuo, la libertad creativa, la fantasía y lo ilusorio, los sentimientos, la intuición y las pasiones. Pero este romanticismo no surge solamente como reacción a lo clásico, sino que es resultado de los devenires y nuevos planteamientos que se van dando en esta etapa histórica, entre los que se pueden destacar el triunfo de la Revolución Francesa y llegada de Napoleón al gobierno, las ideas que este cambio de poder trajo consigo, los primeros pasos de la Revolución Industrial y la publicación del Manifiesto Comunista de Marx, entre otros.
A finales del siglo XVII, Richard Lassels escribió: “Solo quien ha cumplido el Grand Tour de Francia y el viaje a Italia puede entender a César y Livio”. La expresión Grand Tour se difundió rápidamente por toda Europa entre los círculos aristocráticos e intelectuales, pues hacía referencia al viaje necesario para completar la formación cultural que se sumaría a los estudios humanísticos ya obtenidos. Así, gracias a esas ansias de enriquecimiento cultural y a los grandes descubrimientos arqueológicos que tuvieron lugar, ese recorrido por Europa se fue ampliando, añadiendo sobre todo más ciudades italianas como Nápoles, las ruinas de Paestum y Sicilia.
Junto al nuevo gusto por viajar, comenzó la moda de llevarse un recuerdo de las ciudades visitadas o como hoy lo llamamos, hacerse con un souvenir. Los objetos más demandados eran retratos y vistas de lugares famosos en óleo, dibujo o grabado, lo que contribuyó al nacimiento de un mercado que daría muy buenos resultados, incluso para la circulación de falsificaciones.
Pero dentro de esas vedute o caprichos pueden distinguirse varios tipos: las que eran fruto de la observación de la realidad, otras que nacían únicamente de la imaginación y un tercer tipo llamado veduta ideate, que se basaba en la observación de la realidad pero insertando elementos imaginarios. Así, en 1759 el conde veneciano Algarotti escribió sobre una obra de Canaletto: “Nuevo género de pintura que consiste en elegir un sitio real y adornarlo después con bellos edificios, bien sea tomados de tal y cual lugar, bien sea realmente ideales”. 
Ese gusto por la ruina reflejaba un pasado grandioso y perdido que recupera el memento mori del siglo XVII, es decir, se reanuda la meditación sobre la caducidad del mundo; pero no solo a través de las representaciones de la misma, sino también mediante su inclusión en los retratos, puesto que otorgaba al aquí plasmado de mayor autoridad moral e intelectual. 
Haremos un breve recorrido por la obra de algunos pintores que sirvieron de gran inspiración para los románticos venideros. En algunos se verá el gusto por la emoción devastadora que tendrá un peso inconmensurable en la mayor parte del siglo XIX, mientras que otros tenderán más a una belleza clásica y reglada.
De este modo, como principal artista de la última tendencia mencionada, los retratos, se puede destacar a Pomeo Batoni (1708-1787) que, junto a muchos otros artistas, fue preparando con sus pinturas lo que hoy conocemos como Romanticismo.
Giovanni Paolo Panini (1691-1765). Con gran fama internacional, Panini dedicó parte de su obra a representar los monumentos y la vida de Roma. Dotaba a sus obras de escenografías, logrando bellas vedute ideate.
Bernardo Belloto (1721-1780). Sobrino de Canaletto, pintó sus primeras obras siguiendo el estilo de su tío, pero tras varios viajes, adquirió mayor realismo e independencia.
Robert Adam (1728-1792). Realizó un minucioso estudio arqueológico sobre el palacio de Diocleciano, en Spalato, además de estudiar Pompeya y Herculano.
Hubert Robert (1733-1808). Concluyó su formación en Roma y definió su vocación por la veduta y el paisaje; de Panini, con quien colaboró, heredó el gusto por las ruinas pero creando un ambiente alrededor de las mismas.
Jakob-Philipp Hackert (1737-1807). Entiende el paisaje como un teatro al aire libre con puntos de interés geológico y botánico. Incluye ruinas en sus obras pero sin connotaciones románticas; pinta desde un punto de vista objetivo.

Uno de los pintores que ya anuncia más claramente el conocido Romanticismo es Johan Heinrich Füssli (1741-1825). Su estilo, resultado del estudio del arte antiguo y moderno en Roma, no tuvo variaciones a lo largo de toda su carrera. Su obra ya apuntaba a lo que en el Romanticismo se denominará “sublime”.
Pierre-Henri de Valenciennes (1750-1819). Sus estancias en Roma fueron enriquecedoras: durante éstas se dedicó a representar el mismo escenario en diferentes momentos. Como muchos otros, conoció Nápoles, Sicilia, Stromboli, Pompeya y Paestum.
No obstante, la pasión e interés por el pasado no solo se limitó a lo grecorromano, sino que también, como pasado más reciente, se añadieron edificios góticos derruidos, cuya apariencia darían paso al gusto por lo “pintoresco” y lo “sublime” y aumentando la sensibilidad por estas pinturas. 
Ya dentro del Romanticismo propiamente dicho, dos de los mayores representantes de lo sublime fueron William Turner (1775-1871) y Caspar David Friedich (1774-1840). Este concepto alude a una belleza un tanto diferente a la que solían pintar hasta el momento, dejando a un lado la armonía y perfección. Tomando como base la teoría de Edmund Burke, se encarna en un mismo lienzo lo sublime, nacido como resultado de los sentimientos y pasiones, consecuencia de la unión del miedo y el dolor con el placer. Así, se toman como nuevos escenarios paisajes abruptos, tormentas, acantilados, naufragios y ruinas, ese inevitable paso del tiempo.
Italia fue sin duda el centro de todo el movimiento cultural y artístico de los siglos XVIII y XIX, pero no por ello otros países dejaron de atraer el interés de los artistas. España, debido a su riqueza cultural, también fue foco de algunas representaciones. Así podemos destacar los múltiples retratos, estampas y efigies que se hicieron de algunos de sus escenarios. Artistas como Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854) y Cecilio Pizarro (1825-1886), entre otros, dejaron plasmado el paso del tiempo de este país.
El siglo XVIII y parte del XIX es la época en que el amor hacia el estudio del pasado y sus restos materiales comienza a cobrar fuerza. Muestra de estos primeros pasos en lo que hoy llamamos Arqueología. Por fortuna, actualmente se pueden localizar grandes hallazgos como Herculano (1738), Pompeya (1748) -que automáticamente se convirtió en una gran fuente de inspiración al conservar uno de los más ricos ciclos pictóricos de la Antigüedad-, Palmira (1753) y el de la ciudad de Baalbec (1757), logrando de esta manera abrir aún más las fronteras de lo conocido.
En definitiva, durante estos siglos se producen grandes innovaciones que se podrían resumir en la representación de multitud de testimonios que quedaron plasmados en pinturas y el asentamiento de las bases de una ciencia útil e independiente como es la Arqueología, que hoy nos ayuda a entender mejor de dónde venimos y cuál fue y sigue siendo nuestro largo recorrido.

Arqueología en Caracol (Belice)

ARQUEOLOGÍA DE CARACOL El registro arqueológico en Caracol procede de 22 temporadas de trabajo de campo,  incorpora datos obtenidos a lo largo de cinco años por el Proyecto de Desarrollo Turístico (Bawaya 2004), así como de las mencionadas investigaciones anteriores llevadas a cabo por Anderson (1958, 1959), Satterthwaitte (1951, 1954), y Healey y sus colegas (1983). Este conjunto de investigaciones ha descubierto varios restos arqueológicos y ha permitido elaborar un mapa de 23 km2 de extensión en la mencionada ciudad (Figura 1). La arquitectura del epicentro de Caracol consiste en varios espacios arquitectónicos públicos formales, entre los cuales los mayores se han denominado Grupos A y B. El Grupo A es uno de los más antiguos del sitio; incluye grandes templos, todos de fecha temprana, colocados sobre los tres lados de su plaza y una plataforma alargada que sostiene seis estructuras y ocupa su lado oeste. La pirámide situada al oeste y la plataforma este del mencionado grupo fueron levantadas sobre unos restos más antiguos y tomaron la forma de un «Grupo E», un complejo de observación astronómica que fue construido hacia el 70 d.C. El Grupo B, quizás la plaza más importante de Caracol, tuvo la misma antigüedad, alcanzando 35 de sus 41,5 m finales en el Preclásico Tardío; este grupo, denominado Caana, fue posteriormente modificado y pervivió a lo largo de los periodos Clásico Tardío y Clásico Terminal. Otras muchas construcciones del epicentro, tales como la Acrópolis Central y la Acrópolis Sur, estuvieron ocupadas en el Clásico Tardío. Si bien el núcleo de las edificaciones centrales de Caracol sufrió modificaciones y fueron utilizadas durante el periodo Clásico Tardío, en el sector occidental del epicentro abundan los restos de Clásico Terminal, con dataciones posteriores al 790 d.C. Muchas de ellas han visto la luz tras las excavaciones llevadas a cabo en el Barrio del Palacio, el Grupo C y Caana. Las calzadas definen relaciones entre diferentes áreas de Caracol y conectan nudos arquitectónicos con el epicentro; proporcionan asimismo acceso dentro y fuera del epicentro del sitio, y a los mercados de la ciudad en el caso de las calzadas «termini». Los grupos residenciales están distribuidos de manera casi equidistante en los  177 km2 del área nuclear, diseminados dentro de campos de cultivo construidos a propósito. Se estima que existieron en torno a 9.000 grupos de plaza en el sitio; de ellos sólo se ha muestreado un 1,2%. Los grupos residenciales no sólo se localizaron en el interior de los campos de cultivo, sino también en cercanía a los sistemas construidos para el almacenamiento de agua. Se han localizado aproximadamente cinco depósitos de agua por cada 5 km2 del sitio, estando por lo general ubicados en zonas elevadas donde hubo poca probabilidad de contaminación por las escorrentías. A lo largo del periodo Clásico Caracol fue, sin ninguna duda, una comunidad planificada. En el transcurso de las investigaciones del CAP no sólo han registrado construcciones antiguas, sino también restos de más de 250 enterramientos, al menos 200 escondites y numerosos desechos en el lugar. Asimismo se han excavado los derrumbes de la mayoría de las estructuras intervenidas en área, que proporcionaron información funcional y temporal de importancia, particularmente en relación a la ocupación del sitio durante el Clásico Terminal (posterior al 800 d.C.). Las excavaciones evidencian una ocupación en el sitio desde la transición del Preclásico Medio al Preclásico Tardío, aproximadamente desde el 600 a.C., aunque el número de rasgos con restos preclásicos es relativamente limitado, y ello se debe a que estos restos tempranos se encuentran, por lo general, enterrados bajo construcciones posteriores. El acceso a estas construcciones es complicado si no se realiza un gran esfuerzo, dada la tendencia del periodo Clásico a cubrir restos anteriores con un relleno seco difícil de penetrar. No obstante, la población del Preclásico no fue grande, no habiendo superado los 10.000 individuos hacia el 250 d.C. La mayor parte de las excavaciones realizadas en Caracol han proporcionado material del periodo Clásico (250-800 d.C.). El sitio estuvo bien relacionado mediante redes de comercio, y compartió sistemas ideológicos comunes a las Tierras Bajas a lo largo del Clásico Temprano (250-550 d.C.),la población estuvo muy estratificada. Los restos pertenecientes al Clásico Tardío son más numerosos, y así entre 650 y 700 d.C., Caracol alcanzó su mayor población, estimada en unas 115.000 personas, cálculo basado en métodos estándar utilizados en el área maya para reconstruir la demografía (Culbert y Rice 1990). Durante este periodo el sitio también manifiesta su máxima prosperidad (según sugieren los enterramientos y la distribución de utensilios); se caracteriza por una identidad compartida que está particularmente bien expresada en las prácticas funerarias y en la deposición de ofrendas, pero que a la vez es también evidente en la distribución de los artefactos. Esta identidad compartida enmascaró en cierta medida la diferenciación étnica en la ciudad; la evidencia sugiere la existencia de un igualitarismo simbólico (más que real) ; sin embargo, la estratificación fue clara, tal y como indica el uso de una dieta diferencial según los diversos segmentos de población. La ocupación de Clásico Terminal sugiere que la elite de Caracol permaneció en el sitio y mantuvo con éxito las redes de comunicación y las relaciones comerciales con el exterior ; la identidad compartida, sin embargo, se vio minimizada a lo largo de esta etapa y existieron ricos y pobres —así como también un resurgimiento de la dinastía. A lo largo de todos estos periodos, existen materiales que pueden ser comparados con éxito con los textos jeroglíficos y con los restos investigados de otros sitios del Sur de las Tierras Bajas mayas. EL REGISTRO ARQUEOLÓGICO DE CARACOL Antes de que se iniciaran las investigaciones del Proyecto Arqueológico Caracol (CAP), el registro jeroglífico del sitio constaba de 21 estelas, 19 altares y unos pocos textos fragmentarios. Éstos, que habían sido descubiertos por A. Hamilton Anderson y Linton Satterthwaitte, fueron comentados con posterioridad por diferentes epigrafistas (Riese 1972; Sosa y Reents 1980; Stone et al. 1985), y finalmente publicados por Beetz y Satterthwaitte (1981). Las investigaciones del CAP y del TDP han añadido información sustancial a este corpus con 4 nuevas estelas, la parte superior de la Estela 20, 4 nuevos altares tallados, 5 nuevos marcadores de juego de pelota, 4 textos en piedras de bóveda pintadas, otros 4 textos en tumbas, textos de estuco asociados con tres edificios tipo palacio, y textos realizados sobre objetos portátiles. En la actualidad, se conocen 25 estelas y 28 altares tallados (incluyendo los marcadores de juego de pelota); los textos pintados se asocian a un número limitado de tumbas, presumiblemente reales, del Grupo A (Estructura A3), de la Acrópolis Central (Estructura A34), de Caana (Estructuras B19 y B20), y del terminus Machete (Estructura L3). La única piedra de bóveda tallada con textos fue encontrada a 4 km del epicentro del sitio, asociada con una tumba saqueada de la Estructura 6A2 (Grube 2000: 17). Los objetos con escritura incluyen cerámica y cuencos de piedra, así como hueso grabado; estos textos secundarios tienen una distribución más amplia, habiendo sido encontrados fuera del epicentro, y tanto en contextos elitistas como en contextos relativamente humildes. La interpretación actual del registro jeroglífico indica que la dinastía de Caracol fue fundada en el 331 d.C. , mientras que el último monumento del sitio data de 859 d.C. (Houston 1987). Sin embargo, la mayoría de las fechas fueron registradas sobre monumentos de piedra y textos en estuco, y corresponden a los siglos VI y VII (Beetz y Satterthwaite 1981; Grube 1994; Houston 1987, 1991). Existen lagunas en el conocimiento del registro jeroglífico, y los textos sobre el estuco de los edificios y sobre monumentos de piedra a veces se refieren a gente distinta y a una información diferente. La secuencia dinástica que se proyecta a partir de estos textos se rompe y/o se desconoce en determinados momentos. No todas las fechas son contemporáneas, algunas son históricas y otras mitológicas. Sin embargo, se repiten un buen número de fechas y eventos —y no sólo en Caracol—, reafirmando potencialmente su validez. Estas fechas sitúan eventos específicamente relacionados con la derrota de Naranjo, Guatemala, en el curso de un periodo de guerra que se dilató por diez años (626-636 d.C.). Las fechas claves en la historia de Caracol también incluyen al año 562 d.C., registrado en el Altar 21 como una exitosa guerra de estrellas contra Tikal.

RECONSTRUCCIÓN DE LA HISTORIA Y DE LA ARQUEOLOGÍA DE CARACOL, BELICE

La evidencia más temprana de la ocupación de Caracol procede en exclusiva del registro arqueológico. Si bien ciertas partes de la ciudad fueron ocupadas hacia el 600 a.C., no hay evidencia de población abundante hasta el periodo Preclásico Tardío (300 a.C.–250 d.C.), cuando la construcción y la ocupación están asociadas con arquitectura monumental y con montículos domésticos. El asentamiento de Preclásico Tardío en el área de Caracol incluyó diversos sitios separados entre sí. Existieron varios centros menores localizados en un área de 8 km, a la que nos referimos como Caracol epicentral , incluyendo el sitio de Cahal Pichik (Thompson 1931). Las investigaciones sostienen que la ocupación temprana del sitio utilizó una importante cantidad de artículos de elite, comerció con productos exóticos y alimentos (pescados de agua salada) a larga distancia, y tuvo un desarrollo precoz de lo que más tarde se transformaría en un ritual pan-maya . La ocupación pudo haber sido más amplia de lo que actualmente se estima (entre 5 y 10.000 personas) y los habitantes de Caracol fueron, con seguridad, algo más que simples campesinos. No existen jeroglíficos que nos informen sobre la dinastía o sobre políticas internas o externas en esta etapa tan temprana, pero los depósitos especiales encontrados sugieren que, en estos momentos, Caracol se situó en el corazón de la innovación en Tierras Bajas mayas, y que estuvo bien relacionada con otros sitios y «sistemas mundiales». Los escondites del Grupo A parecen haber sido colocados para conmemorar la llegada del Ciclo 8º en el 41 d.C., posiblemente en consonancia con la dedicación de este espacio como un Grupo E de estilo Uaxactún . Las prácticas de escondite de ofrendas consideradas a partir de una fecha tan temprana ensombrecen a aquéllas que se observan en el rival de Caracol, Tikal, Guatemala, al menos 300 años más tarde. Un entierro localizado en la Acrópolis Noreste encierra, quizás, los utensilios más exóticos para este momento, aún cuando fue colocado dentro de una simple cista y no en una tumba. La mujer que ocupaba esta cista fue enterrada en posición postrada, con la cabeza al este. Estaba acompañada con unas 7.000 cuentas de jadeita y concha que formaban un manto (probablemente cosidas a una capa de tela de algodón), 32 vasijas de cerámica, una ocarina y una pequeña figurilla zoomorfa. En el borde del manto y en los tobillos fueron incorporados numerosos dientes de perro, de alrededor de 80 individuos. En el enterramiento inicial fueron colocadas un número aún mayor de ofrendas, pero una porción de ellas fueron removidas en el pasado por un corte (incluidos el brazo izquierdo de la mujer y la mitad de una vasija). Un estudio iconográfico de su vestido sugiere que estaba representando a la diosa de la luna, Ix Chel, en el momento de su muerte (Brown 2003). Por lo que se refiere a su registro monumental, el Clásico Temprano en Caracol está representado por tres fechas del Ciclo 8o; dos de ellas están asociadas con monumentos tempranos (8.>15.3.?.?; 8.18.4.4.2)y una es una antedata a la posible fundación dinástica de Caracol en el 331 d.C. (8.14.13.10.4). De hecho, Caracol es algo inusual respecto de que, al menos dos de estas fechas, parecen ser contemporáneas más que históricas. Sin embargo, los jeroglíficos no proporcionan ningún otro detalle, más allá de la referencia a la aparente fundación del sitio en el siglo IV d.C. La evidencia arqueológica de una ocupación preclásica alrededor del 600 a.C. indica que el sitio ya había estado habitado desde un milenio antes de la aparición de esta historia jeroglífica inicial. El registro glífico de la fundación, más que reflejar el asentamiento inicial del sitio, parece estar relacionado con el establecimiento de la dinastía de Caracol. Existen enterramientos que quizás pueden representar a la élite gobernante de la ciudad, tales como una tumba colocada en la Estructura D16 de la Acrópolis del Sur que contenía dos individuos y está datada justo antes del 500 d.C. (Figura 2; ver también el Informe de la Temporada 2003 en http://www.caracol.org). Las ofrendas encontradas en esta tumba incluían 13 vasijas de cerámica completas, orejeras compuestas de obsidiana, jadeita, espinas de manta raya, espejos, figurillas de hueso y conchas spondylus completas; el entierro estaba cubierto con cinabrio. En su conjunto, estos artículos pueden ser interpretados como símbolos de gobierno. Sin embargo, ningún individuo histórico del sitio puede ser asociado con seguridad con estos restos. De manera similar, tampoco ha podido ser asociada con ningún personaje histórico una tumba de doble cubierta de Clásico Temprano colocada a nivel de plaza frente a la Estructura A6 (Anderson 1958), que asimismo incluye significativas ofrendas. En contraste con el casi total silencio de los textos escritos, los restos arqueológicos asignados al Clásico Temprano proporcionan una información esencial acerca de Caracol, y sugieren que se mantuvieron las redes comerciales a larga distancia del Preclásico, y que la población del sitio creció hasta alrededor de 25.000 individuos. El primer texto conocido asociado con una tumba (presumiblemente una fecha de muerte) data del 537 d.C., presagiando una eclosión del subsiguiente registro histórico del Clásico Tardío; esta fecha está asociada a un importante individuo enterrado en la cima de Caana bajo una versión más antigua de la Estructura B20. Durante el periodo Clásico Tardío, Caracol mantuvo una gran población y alcanzó su mayor extensión en superficie. Existe un abundante registro jeroglífico para los inicios del Clásico Tardío (Beetz y Satterthwaite 1981; Grube 1994; Martin y Grube 2000). Sus erosionados textos pueden ser utilizados para identificar tres gobernantes de finales del siglo V e inicios del VI. En 553 d.C. Señor Agua, Lord Water, se entronizó y estuvo en el poder al menos durante 40 años. A lo largo de su mandato se inició la práctica de esconder urnas «labio con labio» modeladas con rostros. También durante su reinado Caana fue reconstruido y se colocaron importantes tumbas en la Estructura B20 (577 d.C.) en la cima de este complejo, y en el edificio al norte de la Acrópolis Central (582 d.C.). La llegada al trono de Señor Agua se produjo, presumiblemente, bajo la supervisión de Tikal, aunque los textos indican dos acciones agresivas con esta ciudad. Al parecer, Tikal venció en un «evento-hacha» ocurrido en 556 d.C., y en cambio fue vencida en una guerra de estrellas en 562 d.C. La información jeroglífica que concierne a este acontecimiento, alojada en el Altar 21 de Caracol (Figura 3), no especifica que el Sitio Q (el emblema Cabeza de Serpiente popularmente identificado como Calakmul) haya participado en este suceso, lo que contradice las afirmaciones epigráficas (Martin 2005; Martin y Grube 2000). Los textos mencionan otros tres personajes importantes para Señor Agua, que jugaron un papel después de su muerte: Batz Ek que nació en el 566 d.C., Knot Ahau nacido en 575 d.C., y K’an II cuya fecha de nacimiento fue en 588 d.C. Sin embargo, ninguno de ellos puede ser relacionado con alguna de las 108 tumbas que han sido investigadas en Caracol. Si bien han sido excavadas todas las estructuras mayores del epicentro, ninguno de los enterramientos puede asignarse a los gobernantes mencionados en el sitio. Este hecho es particularmente intrigante, dado que media docena de tumbas epicentrales contienen textos pintados que bien podrían acompañar a la élite más elevada. En consecuencia, desconocemos donde fue enterrada la gente mencionada en los monumentos del epicentro, y en ningún momento los propios textos proporcionan clave alguna al respecto. Knot Ahau accedió al gobierno en 599 d.C. y fue seguido por K’an II en 618 d.C. Parece que hubo tensiones entre estos dos personajes, que Houston (1987) sugiere que fueron hermanos, pero ningún texto lo confirma. La Estela 1 de Caracol (Figura 4) puede ser un monumento póstumo erigido por K’an II para consolidar su gobierno, especialmente porque el monumento contiene una variante para el nombre de Señor Agua y termina con una referencia a la primera perforación de pene de K’an II (otra interpretación es que este nombre se refiere al padre de Señor Agua). La importancia de esta perforación iniciática de pene por parte de K’an II también es registrada en la Estela 3. Asimismo, el Altar 21, que abre con una fecha de Cuenta Larga referente al nacimiento de K’an II, también hace mención de la historia temprana relacionada con Señor Agua y no menciona en ningún caso a su predecesor Knot Ahau.

¿Qué nos cuentan los jeroglíficos arqueológicos?

Caracol, en Belice, es un excelente sitio desde el que observar las relaciones entre la arqueología y la antigua historia maya, debido a que disponemos de un corpus sustancial de materiales arqueológicos y jeroglíficos contemporáneos, y debido asimismo a que las interpretaciones actuales, basadas sobre estos dos conjuntos de datos, son a la vez complementarias y divergentes. Este sitio ha sido objeto de interés epigráfico y arqueológico desde su descubrimiento en 1937. Nuestras investigaciones en el marco del Proyecto Arqueológico Caracol (CAP) se han llevado a cabo desde 1985, si bien este estudio tiene sus cimientos en trabajos anteriores realizados por A. Hamilton Anderson, el primer Comisionado Arqueológico de Belice, en la Acrópolis Sur; por Linton Satterthwaite, epigrafista y arqueólogo del University Museum de la Universidad de Pennsylvania, en el epicentro del sitio durante la década de 1950; sobre las investigaciones del patrón de asentamiento y las terrazas agrícolas de Caracol llevadas a cabo por Paul Healey de la Universidad de Trent en 1980; y, en cierto grado, sobre el trabajo de estabilización realizado por el Proyecto de Desarrollo Turístico (TDP) ejecutado entre 2000 y 2004 y dirigido por Jaime Awe, Director del Instituto de Arqueología de Belice. Estas investigaciones han ampliado la base de datos de Caracol y como resultado de este esfuerzo, la ciudad dispone hoy del más amplio corpus jeroglífico en Belice, consistente de 53 monumentos de piedra tallados, así como numerosos textos en estuco y sobre objetos portátiles. Los dibujos y lecturas iniciales de estos textos fueron realizados por Nikolai Grube (1994; A. Chase et al. 1991; Martin y Grube 2000) y por Stephen D. Houston (1987, 1991), y han sido reconsiderados por otros epigrafistas (p.e., Gutiérrez 1993 y Martin 2005). Los textos de Caracol, con fechas que abarcan entre 331 y 859 d.C., hacen referencia a individuos importantes e informan acerca de relaciones entre gente y sitios. Las investigaciones arqueológicas también han proporcionado un considerable cuerpo de datos que documentan una ocupación no anterior al 650 a.C. ni posterior al 950 d.C. Se ha elaborado un mapa de 23 km2 se han muestreado alrededor de 108 grupos residenciales en el área nuclear del asentamiento, así como gran parte de la arquitectura del epicentro. Las excavaciones realizadas han sacado a la luz numerosos enterramientos, escondites, vasijas completas o susceptibles de ser reconstruidas, y otros objetos. Asimismo, las investigaciones han proporcionado datos relevantes acerca de la organización social, política, económica y ritual maya, que pueden ser comparados y contrastados en otras partes del Sur de las Tierras Bajas mayas, y con la historia jeroglífica registrada del sitio. Sin embargo, en Caracol —como en otras partes del Sur de las Tierras Bajas mayas— las interpretaciones y los datos jeroglíficos y arqueológicos no siempre están en sintonía. Por regla general, sólo porciones del centro de la ciudad, que representan una parte mínima de los 117 km2 estimados para el sitio, están asociadas con textos jeroglíficos. Además, los textos se refieren con claridad sólo a un pequeño segmento de la elite, más que al conjunto de la población o a las actividades de la vida cotidiana, para las que sí existe abundante evidencia arqueológica. Los textos incorporan actividades y relaciones; sin embargo, éstos también están limitados a materias de supuesto significado para el sitio de Caracol, tales como nacimientos, parentesco, entronización y guerra. Algunos de estos eventos jeroglíficos pueden ser correlacionados con evidencias arqueológicas, especialmente las guerras mantenidas por Caracol en los siglos VI y VII con Tikal y Naranjo, en Guatemala (A. Chase y D. Chase 1989; D. Chase y A. Chase 2002). Existen, sin embargo, amplias etapas de tiempo en que no se registraron textos contemporáneos, tales como antes del 300 d.C. y después del 859 d.C., así como gran parte del siglo VIII. La combinación de jeroglíficos y arqueología ilustra que una carencia de textos no debe ser equiparada a un decrecimiento poblacional o un declive económico (A. Chase y D. Chase 1996b); Caracol manifiesta una gran prosperidad, población y extensión precisamente a lo largo de un periodo en que es destacable la ausencia de textos jeroglíficos (D. Chase y A. Chase 2003b). Los datos relativos a esta ciudad demuestran que es posible y extremadamente productiva la yuxtaposición de historia y arqueología, la cual proporciona una reconstrucción más vibrante y realista del pasado maya. Este ensayo revisará la ciudad de Caracol de manera cronológica y conjuntiva, en relación a su historia y a su arqueología, con objeto de delinear de manera más exacta estas complejas relaciones.