Al mismo tiempo que en el Extremo Oriente se daba esta orgía arqueológica y en América se daban cuenta de su potencial, en Europa occidental se daban pasos decisivos para el desarrollo de la arqueología prehistórica. Hablamos sobre todo de Francia, donde se libró la batalla de la estratigrafía para determinar la secuencia del Paleolítico. Poco antes de morir, en 1898, Gabriel de Mortillet había establecido la sucesión cultural en las siguientes fases: Achelense, Musteriense, Solutrense y Magdaleniense. Sobre esta base, excavando innumerables cuevas, Henri Breuil refundió progresivamente el cuadro general del Paleolítico, dándolo por bueno en 1932: a las culturas señaladas por Mortillet añadió un Abbevillense, previo al Achelense; también estableció unos niveles anteriores al Solutrense, que denominó Auriñaciense. Poco después Denis Peyrony, rival de Breuil, enriqueció la secuencia con el Châtelperroniense y el Gravetiense (ambos surgidos de la división del Perigordiense). Previamente, los geólogos Bruckner y Penk, estudiando los depósitos del Danubio, establecieron en 1903 la existencia de cuatro glaciaciones cuaternarias que bautizaron con nombres de afluentes de este gran río: Gunz, Mindel, Riss y Würm (Breuil se apresuró a correlacionar las culturas con las cuatro glaciaciones. Todas estas aportaciones surgen de una metodología meramente estratigráfica, pero a veces carecían de deontología. Muchos yacimientos fueron literalmente vaciados en una loca carrera por ser el primero en establecer la secuencia. Breuil y Peyrony son el ejemplo más dramático del sacrificio de toneladas de estratos arrojados a las graveras, sin un momento de respiro para meditar. Era como un choque de trenes en el que pareció vencer Breuil, pues sus teorías prevalecieron, pero, en realidad, todos salimos perdiendo, pues la cantidad de información que se perdió jamás podría ser sustituida.
Recientemente, un arqueólogo danés definió esta ansia por excavar para ver qué pasa como una enfermedad que atacaba a ciertos científicos, la llamó "la rabia del arqueólogo".
Esta era la triste realidad que rodeó a los hoy afamados arqueólogos franceses de principios del siglo XX. Para ellos, la Prehistoria no llegaba más allá de ser una mezcla de Paleontología e Historia de las culturas. Cierto que se creó un cuerpo enorme y coherente de conocimientos, pero la Prehistoria tenía una exigencias muy superiores. Por eso, a lo más que se llegó fue a una sucesión lineal de culturas, unas tras otras, dividiéndose como ramas de un árbol, caminando indefectiblemente hacia el progreso, hacia la luz. La descripción y la búsqueda de similitudes entre grupos tipológicos es muy importante para la Arqueología cultural, de ahí el interés en la taxonomía. Lo cierto es que la mayor parte de las innovaciones técnicas de la arqueología (sobre todo la prehistórica) proceden de la escuela historicista. No sólo hablamos de la recopilación de un impresionante registro, también de los procedimientos de trabajo. Pero este paradigma tradicional renunciaba, generalmente, a la inferencia y a la generalización, por lo que sus logros son, casi todos, descriptivos, esto es, de muy bajo nivel epistemológico; como mucho se alcanza un nivel epistemológico medio, pero nunca el más elevado. El resultado es una serie de conclusiones estructuradas de manera similar a la de los historiadores: son empíricas, narrativas e ideográficas, es decir, sin posibilidad de verificación científica.
Pero en 1925 había ocurrido un hecho tan crucial como cualquier descubrimiento arqueológico, el australiano Vere Gordon Childe editaba «Dawn of the european civilization», que, en palabras de Glyn Daniel es "no sólo un libro de una incomparable erudición arqueológica, sino también un nuevo punto de arranque para arqueología prehistórica". En él, desarrolla sus teorías sobre el impacto Indoeuropeo en el origen de la civilización occidental. A pesar de sus tendencias marxistas, el tema resultó muy delicado, si se tiene en cuenta su coincidencia con el ascenso del fascismo. En cualquier caso, Childe realizó un análisis multidisciplinar de gabinete (de hecho no era especialmente destacable como arqueólogo de campo) del problema indoeuropeo, analizando la lingüística, los movimientos migratorios, las invasiones, etc. Repitió sus estrategias multidisciplinares sobre el Neolítico, más desarrolladas en el campo teórico que en el práctico, siendo el creador de la expresión Revolución Neolítica, como contraposición a la Revolución industrial. Childe nunca renegó del difusionismo, pero sin llegar a conclusiones lunáticas como las que hemos ejemplificado, es lo que se ha llamado «difusionismo modificado». De hecho, al explicar los cambios en las sociedades antiguas, Childe asumía la influencia de otras culturas. Los grandes cambios, tales como la Revolución Neolítica, los atribuyó a algún foco de irradiación.
A partir de ahora ya no se hablaría de una simple sucesión de culturas: el modelo cambió, las ramas del árbol no crecían independientes, se mezclaban unas con otras, se entrelazaban, se retorcían e iban hacia atrás a veces. Se produjo la renovación teórica de lo que se ha dado en llamar Arqueología Cultural Historicista: los arqueólogos comprendieron que las culturas se influían mutuamente, pero también que competían y se solapaban; y que ciertos “estilos” en los tipos de artefactos eran una demostración de enlaces socio-culturales, migraciones, invasiones o procesos de difusión cultural. Como diría Matthew Johnson, ya no sólo se trataba de crear una sucesión de culturas colocadas unas sobre otras, sustituyéndose sin relación aparente entre ellas, como en una torre o, mejor, como en el horario de una agenda; a partir de ahora también había que dibujar mapas llenos de manchas con flechas que iban de aquí para allá. Aunque Johnson no lleva el símil hasta sus últimas consecuencias, los arqueólogos parecerían jefes de estación organizando horarios e itinerarios, pero no de trenes, sino de culturas prehistóricas; ignorando por completo a los pasajeros, a los individuos.
Cueva de Mas d'Azil, sitio epónimo del Aziliense.

Cueva de Le Moustier, epónimo del Musteriense.
La Micoque, que da nombre al Micoquiense.
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