La Arqueología procesual, también llamada Analítica o Nueva arqueología nace en el ámbito anglosajón en los años 60, aunque tiene precedentes. Su máximo exponente es el estadounidense Lewis Binford seguido de los británicos David L. Clarke y, ya en las últimas décadas del siglo XX, Colin Renfrew; su extensión es amplia: Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Holanda, países escandinavos... La arqueología procesual se manifiesta abiertamente en contra del historicismo arqueológico por su falta de inquietud científica y por la carencia de un enfoque o paradigma explícito. De hecho, la arqueología procesual defiende la aplicación del Método científico, a veces de un modo muy rígido, propio de las Ciencias naturales y por la enorme influencia de la Antropología social y de los planteamientos de la Filosofía analítica, tanto anglosajona como de la Escuela de Viena.
Por otro lado, la nueva arqueología, o como quiera calificarla, define los grupos humanos como sistemas culturales completos y abiertos, sujetos a los estímulos del medio ambiente. La cultura de estos grupos tiene una serie de elementos inmateriales y otros materiales; estos últimos son los que se conservan en los yacimientos. Nutriéndose de las teorías antropológicas sociales, los procesualistas dividen cada sistema cultural en subsistemas (cuyo número y concepción depende del investigador) que abarcan aspectos: económicos, tecnológicos, psicológicos, espirituales y organizativos. Todos ellos se interrelacionan con el entorno, adaptándose para asegurar la subsistencia del grupo.
Dado que en los yacimientos sólo conservamos restos de la cultura material, ésta debe ser estudiada como un reflejo subsidiario de todo el sistema cultural. Por tanto, el enfoque de su análisis debe ir dirigido a asignar un papel a cada resto arqueológico, para que represente cada uno de los subsistemas (traducibilidad). De este modo, sería posible reconstruir los subsistemas desaparecidos a partir de las huellas que dejan en la cultura material. Para ello, es decir, para recuperar los aspectos inmateriales, hay que emplear la inferencia antropológica. Lo malo es que este tipo de procedimiento inductivo es eficaz en tanto que los restos son más completos, están mejor contextualizados y, especialmente, si son más recientes. Cuando el contexto es relativamente completo, es factible inferir aspectos económicos, sociales, espirituales e, incluso, ideológicos...
En América y Australia, además de muchos países del Tercer Mundo, se ha mantenido una continuidad cultural entre los primitivos actuales, o indígenas, y sus antepasados prehistóricos. Esto facilita la inferencia y la extrapolación etnológica. En cambio, en Europa hay un profundo hiato (periodo sin sedimentación), sobre todo, respecto a la Edad de Piedra. A pesar de ello la arqueología procesual ya ha calado en el Paleolítico del Viejo Mundo al tiempo que ha fracasado en su aplicación a yacimientos complejos que abarcan periodos históricos (clásicos, medievales, etc. ). Pero donde las inducciones analíticas han avanzado ostensiblemente es en la investigación de los periodos de la Prehistoria posteriores a la edad de Piedra (no es lo mismo aplicar el procedimiento a una flecha Hopi que a una hoja de laurel solutrense; pero si hablamos de la revolución Neolítica, o del fenómeno megalítico, la cosa cambia).
Tras la inferencia, es necesaria la verificación. Aquí es donde más críticas ha recibido la nueva arqueología; pues, aunque se postula como seguidora de las ciencias duras, sus procedimientos de contrastación de hipótesis son bastante débiles. Realmente se basan en la llamada «Teoría de Nivel Medio» desarrollada por Binford y que, simplificando mucho, se puede explicar como una extrapolación de los datos etnográficos a los arqueológicos. Después de décadas de ensayos, la realidad ha proporcionado algunos aciertos, pero se ha demostrado que el procedimiento de Binford llega a ser demasiado reduccionista en la mayoría de los casos.
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